Más allá de un sueño

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Salomon Sultan

Nota del editor

Desde una perspectiva idealista, el siguiente texto contempla un mundo donde la diversidad y la inclusión florecen, y cada persona es tolerada, amada y respetada.

Hace algún tiempo, me aventuré a un lugar que cambió mi vida para siempre. Era un sitio mágico donde todo era diferente y nada seguía el mismo patrón. En ese espacio, lo diverso reinaba y enriquecía cada uno de sus rincones.

Mientras caminaba, me adentraba profundamente en un mundo de maravillas y descubrimientos. Pude distinguir que se trataba de un jardín, con una alfombra de césped verde, perfectamente cortada, que amortiguaba mis pasos, y árboles frondosos que ofrecían sombra a todo aquel que se refugiara bajo ellos. Sentí una brisa cálida acariciar mi rostro, mientras el murmullo de risas y conversaciones llenaba el aire.

Era como adentrarse en un cuento de hadas, donde cada flor, árbol y persona tenía una historia fascinante que contar. Aquí, las diferencias eran los colores que pintaban este paisaje variado, junto con el alma libre y única de cada ser que lo integraba.

Me detuve en un claro para observar plácidamente a un grupo de niños que jugaban felices. Uno de ellos, en una silla de ruedas, demostraba una destreza envidiable en el manejo de su aparato, desplazándose de un lugar a otro con facilidad. Sus amigos lo acompañaban con una naturalidad que me dejó gratamente sorprendido.

En este rincón del jardín, las barreras se volvían invisibles y la amistad florecía sin restricciones. Continué mi camino y me encontré con un grupo de personas mayores compartiendo sus historias de vida. Sus experiencias eran como piedras preciosas que entregaban generosamente, llenando el jardín con sabiduría y comprensión. En este lugar, las arrugas en sus rostros eran medallas de honor, y cada una de ellas contaba una historia única.

Al subir por una colina, llegué a un invernadero donde me encontré con artistas de todas las edades creando obras de arte en perfecta armonía. Un pintor, que movía constantemente sus manos y se mecía sin cesar, pintaba lienzos con colores deslumbrantes ante un público que lo aplaudía emocionado. Al fondo, un músico con aparatos auditivos en ambas orejas creaba melodías que resonaban en el corazón y llenaban el alma de regocijo.

"Este jardín no es real", me dije a mí mismo. Vivimos en un mundo que no comprende que ser diferentes nos hace especiales. Siendo ya un adolescente, me resulta difícil imaginar este tipo de situaciones, pero al verlo desde una perspectiva más simple, me doy cuenta de que, en la mirada inocente de los niños, todos somos iguales. Y eso no es difícil de soñar, porque la diversidad es un regalo que enriquece nuestras vidas.

A medida que continuaba mi travesía, comprendí que la inclusión no era una meta a alcanzar, sino la brújula que guiaba las acciones de todos. Era un lugar donde la diversidad no solo se aceptaba, sino que se celebraba como la joya más brillante en la corona del jardín. En ese sitio mágico confirmé que todos los seres humanos poseemos las mismas capacidades, aunque aprendamos de formas diferentes, y que los sueños y metas que tenemos en la vida no tienen color, raza, credo, ni diversidad cognitiva o física.

Mis pasos en el Jardín de la Inclusión me llevaron a un entendimiento que va más allá de un sueño. Puedo asegurar que la belleza de la humanidad reside en nuestra capacidad de abrazar nuestras diferencias y celebrarlas como las notas de una sinfonía, difícil de escuchar porque no es para todos.

Este lugar me enseñó que la inclusión es la verdadera magia que puede transformar el mundo en un lugar más hermoso y compasivo, donde la otredad es el principio fundamental de la humanidad. Mientras dejaba el jardín, supe que llevaría sus lecciones en el corazón, con la esperanza de compartir la historia y la magia de la inclusión en cada paso de mi vida.

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